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Participación y desafección

Elegir el modo de participación en política, las maneras, los tiempos y la duración es clave para ser efectivo. Facilitar esta participación, canalizarla y darle respuesta es vital si nos preocupa la desafección y la gestión de la frustración.

La Constitución Española de 1978 dio lugar a una concepción limitada, tímida y miedosa de la participación ciudadana. No es una crítica, es una realidad producto de un contexto histórico que hizo blindar la constitución ante posibles injerencias que pusiesen en riesgo la ansiada estabilidad institucional.

Cuando han pasado ya más de 40 años del proceso constituyente los partidos políticos mayoritarios siguen viendo con temor cualquier posibilidad de modificación que haga que la participación ciudadana contribuya a la gobernabilidad más allá de depositar su voto con cada cita electoral. Es cierto, que la fragmentación política, las dinámicas de los partidos, su incapacidad para llegar a acuerdos, ha hecho que cada vez participemos más, pero siempre a través de un mismo mecanismo, el electoral (4 elecciones en 4 años, en vez de lo que hasta ahora hubiese sido habitual, 4 elecciones en 16 años).

Hay muchas formas de hacer política: la tradicional, que se realiza desde los partidos políticos, el actor predominante a la hora de llevar la opinión de los ciudadanos y ciudadanas a las instituciones y que muestra preocupantes índices de desafección; la empresarial y organizacional, que gestiona su influencia en los asuntos públicos a través del lobby (entendido en el sentido amplio de aportar valor y conocimiento a la hora de impulsar cambios regulatorios que afectan no solo al interés particular de las empresas  u organizaciones, si no también al bien común); y la ciudadana, que requiere, voluntad individual de querer participar, la dedicación de tiempo y que las reglas del juego lo faciliten o por lo menos que no dificulten la influencia de esta participación en la acción de los gobiernos y en el impulso de políticas públicas. Por lo tanto, las administraciones no lo hacen todo solas, necesitan y cuentan con aliados.

Entender que los ciudadanos y ciudadanas son actores que dotan a otros ciudadanos (gobiernos estatales, autonómicos o municipales) de la capacidad de actuar (impulsar cambios legislativos, nuevas leyes, políticas públicas) debe ser visto como un salto en la calidad de nuestra democracia. 

La Iniciativa Legislativa Popular, es uno de los instrumentos de participación ciudadana, reconocida en la Constitución Española junto con el Referendum. Ha sido utilizada, si no con desprecio, si con falta de interés por parte de los representantes políticos. Un ejemplo muy claro lo tuvimos en Euskadi con la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) contra la segregación escolar, impulsada el año pasado y que, pese a contar con el apoyo de 17.000 firmas, fue rechazada por los partidos del Gobierno, PNV y PSOE, negándose así la posibilidad de un debate profundo y la posibilidad de impulsar, cuanto menos, alguna de las medidas planteadas por la ILP, muchas de ellas construidas por auténticos expertos y expertas en materia educativa. 

Contar con mecanismos de participación ciudadana que luego no se materializan en nada contribuye a eso que tanto nos preocupa, y con razón, como es la desafección ciudadana. La movilización ciudadana debe encontrar sus cauces de participación y debe ver reflejadas sus preocupaciones en una primera escucha, en un posterior diálogo y en un ulterior diseño de medidas que incorporen aquellas demandas que sean factibles o por lo menos, que abran nuevos caminos de encuentro, que se concreten en propuestas de acuerdo. Es responsabilidad de los Gobiernos allanar el camino para que la participación ciudadana sea efectiva.

Estos días, tras la sentencia del ‘procés’, hemos visto con preocupación como los disturbios ocupaban las calles de las principales ciudades de Cataluña. Quiénes protagonizan estos disturbios y qué motivaciones hay detrás, son preguntas que flotan en el ambiente. Al mismo tiempo, se producía una enorme movilización ciudadana (en forma de marchas), que a través de cauces pacíficos y democráticos, como es ejercer el derecho a la manifestación, mostraban su descontento con una sentencia y una manera de proceder, intentando influir en la resolución de un conflicto político que se complejiza cada día que pasa. 

En la antigua Grecia se llamaba idiota al que no participaba en los asuntos públicos, para no ser un idiota había que implicarse, se pensaba. Llevándonos esta idea a nuestro tiempo, participar para acabar sintiéndote como un idiota es una derivada no deseable que lleva a la frustración. Elegir el modo de participación, las maneras, los tiempos y la duración es clave para ser efectivo. Facilitar esta participación, canalizarla y darle respuesta es vital si nos preocupa la desafección y la gestión de la frustración.

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